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Y un poco más al norte de mi intuición, me encontré con la sabiduría de los árboles:


“Los bosques, de luna plateada,
de festines entre sus ramas.
De sortilegios, e invocaciones.
De tranquilos claros abiertos,
de prados azules.
De doncellas envueltas
en túnicas de resplandor.
Lagunas de cielos reflectados
¡Rituales, asperezas, antiguos cánticos!
Y las procesiones de la desnudez,
y los fluidos que al ser derramados,
los faunos lloran y luego
profanan a la virginidad.”


No siempre estuve solo, viajeros de todos los géneros, de todos los espacios me encontré continuamente, aquellos que forman la existencia con solo soñar. Y así antes de partir nuevamente, me sorprendió una delicada presencia de cierva alada:


“Se mantenía frente a su presa, cálida. Aún dueña de una belleza y compostura inigualable ante sus ojos ardiendo. Se dispuso a entretenerla, correr junto a ella, cansarla, desistirla de toda voluntad.
En sus ojos se veía el fervor, la pasión, el porvenir de la situación, su imaginación. Ella, indefensa, atemorizada, lista a ser desgarrada.
Conocía bien esas garras que antaño se clavaban en sus antepasadas. Era el instinto, la luna, la fidelidad, los celos.
Sintiendo que el momento era propicio, se avalanza por fin, ante su niña, pura, etérea. La voluntad de la afectada, no era escapar. Sabía que ya no era capaz.
Por lo que se dejó ser, lo hizo triunfar. Guardó sus alas, la virginidad, y mutó en otro animal, el terrenal, el pesado, incapaz de volar.”


Mi papel de bestia desgarradora, cubierto por un grueso cuero que me protegía hasta del mismísimo amor y que me expuso más tarde.
Su papel fue de niña, inocente, siempre inocente y la química, fatal.
A veces la corrompía, la secuestraba en mi mente. ¡Ah! mi mente. Ella la amaba. Se sentía atraída por un simple juego de ingenio, burdo, como el que es hábil de manos, entretiene al niño que todos llevamos dentro. Pero me bastaba para poseerla. La posesión ¡que locura! Si no es una locura, a la locura lleva.
En un punto, comencé a sentir que mi piel, mi cuero impenetrable, no dejaba que su esencia me traspasase y pudiese fluir.
El amor acumulado se pudre y se transforma. Así, su niñez maduró y creció, hasta morir y renacer en un demonio.
Sin siquiera percibirlo, mi condición animal se redujo a la de insecto, indefenso inclusive de la más pequeña gota de rocío.
Me vi inmerso en la locura de perderlo todo: mi esencia, mi alegría, mi canción, y a ella misma.
Se fue.
Y con ella se fue mi avaricia.

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